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Cree en la magia

Cuando era niña, siempre tuve las Navidades más mágicas.

La Navidad se inauguraba oficialmente desde el Día de Acción de Gracias. Después de ese cuarto jueves de noviembre, lo que venía era pura alegría (sin contar los bimestrales).


Había posadas, el nacimiento de doña “Macky”, tamales, subirse al tren de Kobs, budín de pan, piñatas navideñas, medallones… en fin, una colección de tradiciones hermosas que hoy forman parte de mis tesoros más preciados del corazón.


En todas partes había motivos para celebrar. En todos lados había niños, risas y mucho amor.

La existencia de Santa en mi casa no se discutía; la incredulidad no tenía cabida en ningún corazón. Tan real era Santa para mí, que un día un niño, en el sube y baja de la escuela, me dijo que no existía y que yo era una bruta por creer en eso. Me bajé… y con mis botitas ortopédicas lo pateé hasta que “acordamos” la existencia del bendito Santa.

No es precisamente una historia de madurez y gentileza, pero sí una de principios bien firmes.


El 24 de diciembre, después de correr para llegar a la misa del Padre Juan, todos nos reuníamos en la casa de mis abuelos, vestidos con nuestras mejores galas. Llegaban tíos, primos, amigos. Había luces, cohetes, el humo de la pólvora se adueñaba de la cuadra. Carcajadas, anécdotas, todos corriendo y esperando con ansias la llegada de las doce.


Los abrazos, los buenos deseos, el olor de la cena… pero, sobre todo, escuchar los cascabeles del trineo anunciando, felizmente, la llegada de Santa y los regalos.


Confieso que varias veces escuché el trineo aterrizar, o vi —de alguna manera— a Santa cruzar el cielo.

La magia habitó mi corazón por mucho tiempo. Más del que normalmente esperamos. Y no es que la magia se fuera, pero la dinámica cambió: las tradiciones se transformaron, la vida avanzó.


Aunque yo me emociono con absolutamente todo, la Navidad seguía llegando con gratitud y alegría, pero ya no era igual. Las anécdotas no eran las mismas, algunos actores fueron desapareciendo, y el bullicio de risas y gritos que llenaba la casa se fue apagando poco a poco.


Hace tres Navidades, la magia empezó a volver.

Desde que me convertí en mamá, la Navidad volvió a brillar. Cada año ha sido más mágico que el anterior. Ver los ojos de Julián iluminarse con las luces del árbol, observar cómo se dibuja una sonrisa inmensa en su rostro con cada detalle, con cada actividad navideña —aunque todavía no las entienda del todo—, ha sido un regalo.


He buscado en los recovecos de mi corazón todas aquellas tradiciones de mi infancia para traerlas de vuelta e implementarlas en mi pequeña gran familia. He tratado de crear magia con el mayor de los gustos y placeres, reviviendo esos momentos que alguna vez llenaron mi corazón de gozo.


Dicen que hay dos momentos en la vida en los que realmente disfrutás la Navidad: cuando sos niño y cuando te convertís en papá.

La Navidad vuelve a tener un sentido, un olor, una emoción que reconocés. Todo se vuelve mágico otra vez. Revivís recuerdos hermosos y tu corazón se llena de gratitud: por quienes te hicieron creer en la magia… y porque ahora sos vos quien puede crearla.


Aunque los años han pasado y los actores ya no son los mismos, hoy el bullicio volvió. Las carcajadas, los platillos deliciosos y las canciones cantadas a todo pulmón son parte del día a día.

Hoy, más que nunca, me aferro a creer en la magia de la Navidad. Y estoy segura de que volveré a escuchar los cascabeles del trineo en el techo y una voz a lo lejos diciendo:


¡Ho, ho, ho! ¡Feliz Navidad! 🎄

¡Feliz viernes! 😊




 
 
 

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