El día del Fiambre
- Nicole Vaquero

- hace 9 minutos
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En Guatemala, todos los primeros de noviembre se celebra el Día del Fiambre.
Aunque no soy fan del revoltijo de embutidos y verduras —cuyo sabor dista bastante de lo que imaginaban mis papilas gustativas—, tengo una profunda admiración por esa tradición que une a familias y amigos en torno a una mesa.
La semana pasada, después del Halloween, mi casa estuvo llena de vida: brujitas, sirenas, vaqueras, la visita del mismísimo Clark Kent y el inolvidable Chapulín Colorado. Las risas se mezclaban con el sonido de los dulces abriéndose y el eco de las conversaciones alegres. Era esa sensación deliciosa de casa llena y corazón contento. Entre amigos que se han vuelto familia, disfraces improvisados y carcajadas, tanto Julián como yo nos sentíamos plenos.
Al día siguiente era el Día del Fiambre —feriado nacional aquí—. No solo la ciudad reduce su tráfico habitual, sino que varios comercios cierran y las personas se dedican a una sola cosa: reunirse en familia para honrar una tradición.
Algunos van al cementerio a compartir con quienes partieron; otros se quedan en casa. Todos, a su manera, preservan la costumbre.
Nosotros no teníamos un lugar a dónde ir ese día. Las clases de equitación estaban canceladas, el parque de juegos que había buscado para Julián estaba cerrado, y el cielo se mostraba gris, lluvioso y frío. Pasamos el día en casa, solos. Desde el jardín escuchábamos las risas de los vecinos, las visitas que llegaban, la vida que se movía detrás de las paredes.
Y fue inevitable que una pesadez me llenara el pecho. Extrañaba a mi familia, el bullicio, el sentido de comunidad, lo conocido. Intentaba convencerme: “¡ay, si ni me gusta el fiambre!”, pero la tristeza no cedía. Por más que jugamos con Dibu y buscamos distraernos, el día se sintió largo y monótono.
Al día siguiente, el clima mejoró. Salimos a caminar temprano, y aunque la sensación de soledad seguía presente, me negué a dejarla echar raíces. Esa tarde, mis compadres nos invitaron a almorzar y pasar el día en su casa. Julián y yo volvimos a sentirnos resguardados, llenos de amor y de ese calor de familia que tanto habíamos extrañado.
Durante la semana pensé mucho en lo que había sentido. Me costaba entender cómo, después de tres años de vivir aquí, sintiéndome feliz y plena, ese vacío me había afectado tanto. Pero recordé algo esencial: siempre he sido de familia. Podemos pelear, discutir o incluso volvernos locos unos con otros, pero la familia es la familia. Ese lazo no se apaga con la distancia ni con el tiempo.
Y me convencí de que estaba bien sentirme así. Estaba bien extrañarlos. Era simplemente una señal de amor.
Creo que Dios sintió mi soledad y la pesadez de mi corazón, porque pronto llegaron abrazos y compañía. Esa misma semana tuvimos visitas, risas, pizza casera con Julián y noches que terminaron cerca de las once, llenas de alegría. Sentí que, después de ese momento de desolación, el amor se multiplicó.
Aunque no tuviéramos a nuestra familia cerca, nuestra batería del corazón volvió a llenarse —y más que eso, se llenó de gratitud.
Aprendí que no siempre sentirse solo o triste es malo. A veces es una forma de recordar lo afortunados que somos, de valorar lo que tenemos y abrir el corazón a lo que está frente a nosotros.
Después de más de 24 horas de soledad y tristeza, mi corazón volvió a llenarse con la presencia y los gestos de amor de quienes nos rodean. Ese fin de semana fue una de las mejores lecciones que he recibido: apreciar lo que está lejos, y dejarme querer por lo que tengo aquí.
Ojalá mi experiencia te ayude a valorar lo que tenés sin necesidad de pasar por la tristeza.
Y si estás en una situación parecida, ¡ánimo! Mirá a tu alrededor —seguro encontrarás muchas razones para agradecer.
✨ Feliz viernes ✨




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